martes, 29 de junio de 2010


¿Sabes cuándo a veces te arrepientes de no haber reaccionado ante un impulso inesperado? Te pilla por sorpresa, y te quedas en shock. No haces nada, y luego no paras de pensar en lo ocurrido, y como habrías reaccionado de haberlo previsto. Ayer una llamada me descolocó por completo, pero hoy creo haber encontrado la respuesta ideal.

Hubiera abierto la página 65 de mi libro preferido (que pesado el 65, está en todas partes) y bajo el título de “Impulso” comenzaría a leer (adoro cuando las palabras de otro dicen más de ti de lo que jamás hubiera podido expresar yo):

A veces, solo a veces, cuando no sabe qué hacer, Octavia piensa en llamar a su ex novio por teléfono. Aún es puro hábito. Cuando salían juntos solían llamarse a menudo, casi cada día. Al principio, en los primeros meses, eran llamadas románticas, a horas inusuales, solo para decirse cosas bonitas. Es la etapa de exploración, del terreno desconocido, de la fascinación y de la curiosidad.

Pero esa etapa no suele durar. El principio de la cotidianidad está al caer y el día solo tiene veinticuatro horas para sorprender a la gente con llamaditas.
Al poco tiempo ya has usado todas las horas originales y todo lo demás es repetición.

El confort de la repetición de originalidades también goza de corta vida.

En días, sin darte cuenta, ya has pasado a la rutina. Como siempre.

Aun así, andando hacia la calle de Trafalgar Octavia siente de nuevo el viejo impulso de llamar a su antiguo novio, un impulso puramente físico. Como una vaca apartándose las moscas con la cola.

Como apartar el dedo de una llama al notar el calor.

Como el picor que dicen que sienten los mancos en una mano amputada.
Octavia se pone las manos en los bolsillos y siente chinchetas al trabar saliva.
Se acuerda de su antiguo novio. Del olor seco que desprendía su piel, de sus pies anchos, descalzos por el apartamento que alquilaban en la costa cada verano. Recuerda cómo iban a la playa y al volver follaban sobre la mesa del comedor ardiéndoles las espaldas. De su pelo negro, profundo y duro, y sus pestañas largas, casi femeninas. Es curioso como llego a conocer tanto su cuerpo y nunca llegó a acercarse a su mente.

A lo mejor porque no había nada a lo que acercarse.
La costumbre de follas y el vago recuerdo de la excitación de los primeros días era todo lo que había. En algún punto su mente debió de sentirse insatisfecha por todo aquello y trato de convertir al ex novio en algo que no era. Más listo, más apasionado, más digno, más intenso.
Era la única manera de aguantar todos aquellos años.

Pero como una goma hay un límite hasta el que puedes estirar.

Sexo, la primera semana, y una tonelada de rutinas no dan para mucha goma la verdad.

Si estira demasiado, si pides más de lo que da, se acaba rompiendo.

Por eso su mente fabricó otro ex novio. Uno que se llevaba bien con todas sus amigas, uno que no era aburrido, ni mezquino, ni simple, ni paternalista, ni viejo, ni rácano, ni algo conservador. Parece mentira lo fácil que es creerse todo esto.

Te estás ahogando de pasividad y te agarras a la primera ilusión que ves flotando.

Cuando Octavia siente el gusanillo otra vez, sin embargo, el que acude no es el conejo del sombrero de copa. No es el novio trucado. No es el reflejo de esos espejos de la risa.

Es el enano imbécil que se miraba en ellos y que acabo dejándola por su amiga, después de todos aquellos esfuerzos para imaginarle de manera decente.

Hijoputa desagradecido.

Octavia siente el aguijonazo del resentimiento atravesándole la primera capa de la piel.

Dura un segundo, como el picor que tienen los manco en una mano amputada. No tiene sentido preocuparse por un miembro que ya no existe.

Y Octavia sigue andando hacia La Ribera, con el cabreo de una noticia mal digerida, con las moscas dando vueltas a su alrededor, y la cola ignorándolas por primera vez.

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